Dolor
Por María Pía López *
Pasó. Como se sabe: nunca corresponde la pregunta por cómo podrían haber transcurrido los acontecimientos para que tengan otro desenlace. Porque es vacua y no deja de arrojar sobre los hechos una dubitación que desmerece su realidad. Otra es la pregunta que nos podemos hacer: ¿Qué queda después del 16 de julio?
En principio: la disputa entre una gestión neoliberal de la economía (respetuosa de los derechos adquiridos de los propietarios) y el tambaleante desarrollismo que se figuraba desde el 2003, los hechos ocurridos alrededor de las retenciones muestran un Parlamento muy decidido a la primera posición.
Pero los efectos principales son políticos. Queda la debacle de las fuerzas de la izquierda partidaria, devenida proveedora de cotillón para las nuevas derechas. Queda la fuerza que había sido más promisoria en el espacio nacional y popular, el Proyecto Sur, explicando lo inexplicable. No queda una derecha partidaria fortalecida: más bien pescadores de almas dispersas, apostados a la vera de las manifestaciones y en los sets de televisión. Pero sí un activismo que expresa una subjetividad de derecha en el país: un activismo basado en el individualismo económico más explícito, sin timideces, para explicitar una concepción racista de la vida social.
Entre las napas profundas del país está esa concepción que se enuncia en un catecismo de circulación masiva, donde el trabajo se confronta a la política, donde el mérito individual se contrapone a la cooperación social y donde el bolsillo propio –al que hay que cuidar de manos ajenas– se convierte en bandera y tesoro virginal.
Lo peor de estos meses de conflicto fue esa visibilización: la Argentina que apareció en las rutas, en los diarios, en las pantallas y en las cacerolas agitadas. Insisto: no hay derecha partidaria que pueda hoy articular sin dudas la derecha social poderosa que existe. Los políticos se arrojan a sus pies, impostando como deber de conciencia la obediencia debida a un sentido común que si no es mayoritario sí tuvo su cuota de hegemonía en la escena pública.
Queda un gobierno debilitado y acorralado. Un gobierno que vio en la aprobación de las retenciones el cruce del Jordán y que ahora puede ahogarse en las turbulentas aguas del fracaso. Un gobierno sin mayoría parlamentaria y con un vicepresidente que eligió lo menos temible: la reprobación gubernamental antes que la sanción de la opinión pública. El kirchnerismo fue (espero equivocarme en el uso de los verbos) frágil oportunidad de una convulsión política. Parido por la crisis de gobernabilidad del 2001, construyó poder sobre la base de un astuto uso de las coyunturas. Tuvo algo de primaveral, y no es necesario recordar acá, entre nosotros, cuántas veces ese aire nos sorprendió. O sí, quiero mencionar: la Corte, las jubilaciones, los juicios, la ESMA. Fue hijo de la desazón política de las mayorías pero mientras creía que podía revelarse como hijo verdadero de la política en su sentido más profundo, ya no como administración sino como reposición del discurso, las ideas y el conflicto. Puso la política en las palabras y los hechos. Eso también configuró su aire callejero y su vitalidad oscura de movilización popular.
Hoy parece que esa politización fue tolerada, provisoriamente, pero no aceptada por las mayorías sociales. En una sociedad desabastecida de creencias que no sean la férrea fe en el dogma del individuo triunfante, la reposición del argumento público fue tratada como mascarada. Toda política, vista desde la desazón reinante, es enmascaramiento de intereses privados. Los políticos, por tanto, empresarios de su propia billetera. Por supuesto que el kirchnerismo no ha logrado mostrarse límpido frente a la observación social y el manejo de los transportes y los subsidios no evidencia pureza jacobina. Pero se lo condena menos por eso que por la explicitación de la política. Ese es uno de los motivos, creo, que hacen insoportable la figura de la Presidenta: su insistencia argumentativa, su persistente afirmación de que hay que religar palabras y hechos, la pertenencia de su estilo a una retórica parlamentaria con aires de politología de la transición democrática que carece de concesiones a la lengua de los medios masivos.
El kirchnerismo se ha revelado intolerado, no por sus defectos sino por sus virtudes.
Virtudes maltrechas, que no se presentan con prístina claridad sino arrastrando los harapos de una destrucción sistemática de la vida social. No sé si habrá kirchnerismo –con su manchada vitalidad y su rebeldía balbuceante– mañana. No sé si se puede gobernar sin Parlamento, sin vicepresidente. Más bien parece que queda un gobierno arrojado a las conciliaciones, a la aceptación de presiones corporativas, reclamado así a la responsabilidad institucional (que, se sabe, consiste en la obediencia). Ayer, jueves a las 9 de la mañana, parece que la operación destituyente se ha realizado. Espero equivocarme.
* Ensayista, docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
Por María Pía López *
Pasó. Como se sabe: nunca corresponde la pregunta por cómo podrían haber transcurrido los acontecimientos para que tengan otro desenlace. Porque es vacua y no deja de arrojar sobre los hechos una dubitación que desmerece su realidad. Otra es la pregunta que nos podemos hacer: ¿Qué queda después del 16 de julio?
En principio: la disputa entre una gestión neoliberal de la economía (respetuosa de los derechos adquiridos de los propietarios) y el tambaleante desarrollismo que se figuraba desde el 2003, los hechos ocurridos alrededor de las retenciones muestran un Parlamento muy decidido a la primera posición.
Pero los efectos principales son políticos. Queda la debacle de las fuerzas de la izquierda partidaria, devenida proveedora de cotillón para las nuevas derechas. Queda la fuerza que había sido más promisoria en el espacio nacional y popular, el Proyecto Sur, explicando lo inexplicable. No queda una derecha partidaria fortalecida: más bien pescadores de almas dispersas, apostados a la vera de las manifestaciones y en los sets de televisión. Pero sí un activismo que expresa una subjetividad de derecha en el país: un activismo basado en el individualismo económico más explícito, sin timideces, para explicitar una concepción racista de la vida social.
Entre las napas profundas del país está esa concepción que se enuncia en un catecismo de circulación masiva, donde el trabajo se confronta a la política, donde el mérito individual se contrapone a la cooperación social y donde el bolsillo propio –al que hay que cuidar de manos ajenas– se convierte en bandera y tesoro virginal.
Lo peor de estos meses de conflicto fue esa visibilización: la Argentina que apareció en las rutas, en los diarios, en las pantallas y en las cacerolas agitadas. Insisto: no hay derecha partidaria que pueda hoy articular sin dudas la derecha social poderosa que existe. Los políticos se arrojan a sus pies, impostando como deber de conciencia la obediencia debida a un sentido común que si no es mayoritario sí tuvo su cuota de hegemonía en la escena pública.
Queda un gobierno debilitado y acorralado. Un gobierno que vio en la aprobación de las retenciones el cruce del Jordán y que ahora puede ahogarse en las turbulentas aguas del fracaso. Un gobierno sin mayoría parlamentaria y con un vicepresidente que eligió lo menos temible: la reprobación gubernamental antes que la sanción de la opinión pública. El kirchnerismo fue (espero equivocarme en el uso de los verbos) frágil oportunidad de una convulsión política. Parido por la crisis de gobernabilidad del 2001, construyó poder sobre la base de un astuto uso de las coyunturas. Tuvo algo de primaveral, y no es necesario recordar acá, entre nosotros, cuántas veces ese aire nos sorprendió. O sí, quiero mencionar: la Corte, las jubilaciones, los juicios, la ESMA. Fue hijo de la desazón política de las mayorías pero mientras creía que podía revelarse como hijo verdadero de la política en su sentido más profundo, ya no como administración sino como reposición del discurso, las ideas y el conflicto. Puso la política en las palabras y los hechos. Eso también configuró su aire callejero y su vitalidad oscura de movilización popular.
Hoy parece que esa politización fue tolerada, provisoriamente, pero no aceptada por las mayorías sociales. En una sociedad desabastecida de creencias que no sean la férrea fe en el dogma del individuo triunfante, la reposición del argumento público fue tratada como mascarada. Toda política, vista desde la desazón reinante, es enmascaramiento de intereses privados. Los políticos, por tanto, empresarios de su propia billetera. Por supuesto que el kirchnerismo no ha logrado mostrarse límpido frente a la observación social y el manejo de los transportes y los subsidios no evidencia pureza jacobina. Pero se lo condena menos por eso que por la explicitación de la política. Ese es uno de los motivos, creo, que hacen insoportable la figura de la Presidenta: su insistencia argumentativa, su persistente afirmación de que hay que religar palabras y hechos, la pertenencia de su estilo a una retórica parlamentaria con aires de politología de la transición democrática que carece de concesiones a la lengua de los medios masivos.
El kirchnerismo se ha revelado intolerado, no por sus defectos sino por sus virtudes.
Virtudes maltrechas, que no se presentan con prístina claridad sino arrastrando los harapos de una destrucción sistemática de la vida social. No sé si habrá kirchnerismo –con su manchada vitalidad y su rebeldía balbuceante– mañana. No sé si se puede gobernar sin Parlamento, sin vicepresidente. Más bien parece que queda un gobierno arrojado a las conciliaciones, a la aceptación de presiones corporativas, reclamado así a la responsabilidad institucional (que, se sabe, consiste en la obediencia). Ayer, jueves a las 9 de la mañana, parece que la operación destituyente se ha realizado. Espero equivocarme.
* Ensayista, docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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